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VILLA DE MAZO: EL PUEBLO QUE TEJE CON FLORES HISTORIAS SOBRE LA MADERA.

Dignísimas autoridades, queridas vecinas y vecinos, señoras y señores: buenas tardes.

Permítanme, en primer lugar, trasladar mi agradecimiento a la corporación municipal del Excelentísimo Ayuntamiento de Villa de Mazo y en particular a la señora alcaldesa, doña Goretti Pérez Corujo y al primer teniente de alcalde, don Omar Fumero Méndez por designarme como pregonera de las fiestas más importantes del municipio: la celebración del Corpus Christi.

Mi agradecimiento, además, a todas las personas que han tenido a bien acompañarme en este día de alegría para mí y en el que, con orgullo y responsabilidad, procedo a dar lectura al pregón de la fiesta del Corpus Christi para que se inicie su celebración después de dos años en los que, dada la excepcionalidad que ha regido nuestras vidas, se ha tenido que suspender.

Hoy me presento ante ustedes para trasladarles los recuerdos que se grabaron en la memoria de una niña, primero, una adolescente después, que transitaba por los caminos y veredas de Tigalate y Tiguerorte, que corría con energía por las calzadas de El Pueblo y se protegía, con apenas una rebeca de punto fino, del frío que bajaba implacable por las laderas del Cabrito o de la montaña de la Horqueta para después atemperarse, levemente, al amparo de paredes y abrigadas. Una muchachita que acudió, con otros niños y niñas de los barrios del municipio, a la escuela de El Pueblo situada, al inicio de la década de los años setenta del siglo pasado, en la casa de don Alonso Pérez Díaz y en la parte baja del edificio en el que se ubicaba el ayuntamiento.

Crecimos, igual que lo hicieron nuestros padres, madres y abuelos, nuestros antepasados macenses, curtidos por un clima que exige esfuerzo y voluntad; acunados por una tierra volcánica que nos vincula al tesón y a la perseverancia; acostumbrados a la soledad de las tardes de brisa y viento, una soledad que se hace mayor en los meses de invierno y más dura, si cabe, en los barrios más aislados e incomunicados.

Paciencia, laboriosidad, trabajo y dedicación son características que han modelado a nuestra gente y que han acompañado tanto a los que emigraron y lucharon por abrirse camino en Cuba, primero, en Venezuela después, como a los que se quedaron en el pueblo. Villa de Mazo imprime carácter y eso lo sabemos todas las personas que somos de aquí.

Pero hay un momento del año en el que la soledad se quiebra, se rompe y el pueblo, en un grito colectivo de exaltación de la belleza, abre puertas y ventanas, tanto las interiores, las del alma, como las de edificios y viviendas para que la luz, el color y los aromas a musgo y a geranio inunden cada una de las esquinas de este pueblo largo de viento y secano.

Villa de Mazo se rinde cuando llega el momento de celebrar su fiesta más insigne, el Corpus Christi, que es, por una parte, el culto destacado al Sagrado Sacramento y por la otra, la entrega de un pueblo a un quehacer colectivo: tejer con flores historias sobre la madera.

Abran puertas y ventanas y salgan todos al camino. Ese era el grito que parecía retumbar en nuestros oídos cuando, en aquellos años que ahora rememoro, a finales de los sesenta y principio de los setenta, llegaba el mes de mayo y podíamos desvelar el secreto mejor guardado hasta ese momento: el diseño del arco que le correspondía a cada barrio, con su estilismo vertical, y que despertaba siempre un coro de susurros pesimistas convencidos de que “éste no lo terminamos a tiempo”; o las líneas sinuosas de algún descanso que se adornaría con un pequeño mantel hecho con colmo y semillas. Ya llevaban algunos meses los diseñadores y diseñadoras de aquella época perfilando sus propuestas: don Vicente Blanco, don Roberto Martín, don Máximo Pérez Tejera, doña Myriam Cabrera y don Adolfo Rodríguez, dignos sucesores de don Esteban Pérez, don Pancho “el Chupero” y don Pedro Calero. Todos ellos lograron que la belleza se instalara sin miedo, por derecho propio, en los trece espacios
habilitados en las calzadas para tal fin y que, como una marca en la piel colectiva, designaba la pertenencia a un clan, a un lugar, a un barrio. Un esfuerzo, este, inspirador para una nueva generación de diseñadores entre quienes destaca la figura de don Orlando Rodríguez que ha sabido recoger el testigo y perseverar en el intento de compaginar tradición con innovación .

Abran puertas y ventanas y salgan todos al camino, escuchaba yo cuando era chica. Y recojan las semillas, las hojas y los pétalos de las suajas, la malvarrosa, el brezo, los geranios, el musgo negro, la malpica, los cardos, las margaritas, la vinagrera, los cornicales, el colmo, los faroles, el centeno, los cerrillos…, porque en este mes de mayo, en esta primavera en la que el sol nos acaricia y las tardes son más largas, vamos a tejer con flores historias sobre la madera.

Y los niños y las niñas, con el permiso y el acompañamiento de maestros y maestras, recorríamos los caminos para obtener las partes más buscadas de cada planta y que respetaban, como si de palabra de padre o de madre se tratara, las tonalidades, los colores que indicaban los diseños. Y nos olían las manos a savia y al perfume salvaje de los pétalos que guardábamos con celo en cajas de cartón o en bolsas, apretadas en algún momento contra el pecho para evitar que un viento racheado traicionara nuestro esfuerzo; o nos picaba la piel por la falta de maestría de nuestros dedos chicos cuando tratábamos de robarle a la flor del cardo todo su colorido y desnudábamos la espiga de la malpica con un movimiento de arrastre largo y doloroso.

Es una alegría comprobar como, en la actualidad, aquella ayuda voluntaria por parte de los escolares del municipio, alentada por mujeres a las que hoy quiero recordar y por nuestras maestras y maestros, se ha transformado en una participación mucho más activa a través de las aportaciones que realiza el alumnado del colectivo de unitarias, del CEIP Princesa Arecida y del IES Villa de Mazo que cuentan con espacios propios en este recorrido de devoción y de entrega. Todos sabemos que ellas y ellos también deben aprender el secreto de este pueblo bravo y que no es otro más que nuestra capacidad para tejer con flores historias sobre la madera.

Abran puertas y ventanas y vengan rápido a ayudar. Y las mujeres de aquella época, las madres, las abuelas, las tías, las amigas, las vecinas, dedicadas en su mayoría a las labores de su casa, con la excepción de algunas pioneras que ya se habían incorporado a la esfera laboral como maestras, empresarias, artesanas o empleadas públicas, todas ellas, sacaban tiempo, apuraban su horario de mañana, se organizaban como sabe organizarse el mundo femenino cuando es necesario, para reunirse por la tarde en un espacio que durante algunas semanas sería la casa de todos, un garaje, un salón que alguien prestaba, y se movían con cuidado entre los trozos de madera que formaban un rompecabezas comprensible solo para la mente de quienes lideraban el enrame del arco. Porque en el mes de mayo de cada año se iniciaba el
empeño por exaltar la finura, tocar el cielo y tejer con flores historias sobre la madera.

Ya después, justo el día anterior al jueves de la celebración, los hombres se encargaban de llevar los arcos a El Pueblo, protegidos en sus costados por sacos de arpillera y asegurados con sogas en los volquetes de los camiones, para proceder a su levantamiento entre suspiros y gritos de nerviosismo ante una posible caída o rotura de una parte del entramado.

Y por la noche, los vecinos de cada barrio se sentaban en el suelo de unas calzadas que llevaban incrustadas entre sus piedras las historias de este pueblo, para completar la ofrenda con una alfombra, en algunos casos, y con un pasillo, siempre, que como si de una red de capilares se tratara, los unía a unos con otros para hacernos comprender que más allá de nuestro clan inmediato, familia, vecinos, barrio…, está todo un pueblo unido por un mismo empeño.

El olor a ciprés cortado, a los salados, al musgo negro y a las algas, esa mezcla mágica entre la frescura inquietante del fondo marino y el aroma viejo de los montes, inundaba el aire. Los jóvenes gritaban nerviosos y se divertían con sus coqueteos; las mujeres ordenaban trabajar con finura y precisión; los hombres se paseaban por todo el pueblo y visitaban de cuando en cuando alguna cantina; los niños y niñas, a los que se les había dejado trasnochar, quizás por primera vez, saboreaban la madrugada y, todos ellos, convertían las calzadas del pueblo en arterias rebosantes de vida en las que se desarrollaba una carrera que había que ganarle al mismo amanecer porque, antes de que el sol apareciera por el horizonte, todo tenía que estar en su sitio y terminado.

Después llegaba el día de la fiesta grande de Villa de Mazo, el jueves, con los actos religiosos y la procesión que rendía culto al Sagrado Sacramento; las visitas de los foráneos para ver cómo se encaramaba la belleza en la verticalidad; la alegría de las familias compartiendo la rueda de churros calentita o los bocadillos de carne de cochino de las cantinas y, por supuesto, los comentarios de los vecinos del pueblo sobre cuál había sido el arco más bonito de todos, en una festividad que se prolongaba hasta el domingo.

Muchas emociones me asaltan al recordarme subiendo y bajando las calzadas con mi familia y mis amigas, estrenando la ropa nueva que mamá había comprado en alguna tienda de la ciudad o participando en el concurso de dibujo que tomaba como modelo el tapiz de la plaza.

Pero eso vendría después porque antes, las manos laboriosas de las mujeres del pueblo, acostumbradas a bordar, a urdir, a acariciar y a curar, esas manos que a veces hacían queso y otras corregían tareas, esas, se dedicaban durante semanas a tejer con flores historias sobre la madera. Mujeres que volverían una vez finalizada la fiesta a sus quehaceres, pero durante cada mes de mayo las recuerdo como el pegamento afectivo que hacía posible el empeño colectivo de un pueblo pequeño, anclado a las costuras del Océano Atlántico, y nos transformaban a todas y a todos en artistas y en constructores de belleza.

Vaya mi homenaje para ellas, maestras del enrame en aquellos años que ahora rememoro, y mi agradecimiento por todo cuanto nos enseñaron:
– Reyes Barreto en Tigalate.
– Amparito Martín y Pilita Barreto en Tiguerorte.
– Marta Lorenzo en Montes de Luna.
– Hilda Hernández en Malpaíses.
– Maximiana Rodríguez y Agapita Hernández en La Sabina y Lomo Oscuro.
– Adoración García (Chona) y Maruca Guerra en El Pueblo y Poleal.
– Myriam Cabrera en Monte Pueblo.
– María Rosa Cabrera en Monte.
– Oílda Sánchez y Lolita Díaz en La Rosa.
– Evelia y Luz Marina Santos en Monte Breña.
– Pilar Pérez y Nieves Reyes en San Simón.
– Angelita Bravo en Callejones.
– Dorisalba de Paz en Lodero.

Todas ellas supieron aprovechar su destreza de artesanas y se dedicaron a rellenar superficies y a darle giros de derecho y de revés a las fibras vegetales, a las flores secas, como si estuvieran bordando un gran mantel con sus escaleras de rechi, los bodoques, el calado en el corazón de una rosa, las presillas, los remates invisibles, los puntos de grano de arroz erizados en la tela o los puntos perdidos que difuminan los colores cual paleta de un pintor. Orientaban los pétalos sobre la madera, de la misma forma que giraban sus almohadillas sobre las rodillas, para colocarlos de manera adecuada en la superficie del arco; buscaban la armonía entre los colores y se las oía decir, preocupadas, a mi esto no me pega, cuando algo no cumplía con el principio de la belleza y del equilibrio.

Se armaron de conocimientos de botánica, aprendieron qué flores, qué plantas servían a sus fines y cuáles no; decidieron investigar en la técnica del secado para garantizar la permanencia de las imágenes; organizaron texturas y volúmenes incorporándose al mundo de lo tridimensional y, armadas con el tesón y la paciencia que caracteriza a nuestro pueblo, pusieron todos sus conocimientos, su tiempo y su entusiasmo al servicio de un empeño común. Aprendieron de las mujeres que las precedieron y entregaron el testigo a quiénes vinieron después que han tomado el relevo cumpliendo con diligencia los mandatos y las lecciones que les dieron en su momento y que alguna de ellas aún sigue impartiendo.

Estas mujeres a las que hoy quiero recordar y otras muchas a las que representan hicieron posible tejer con flores historias sobre la madera y han permitido, por todo cuanto enseñaron a las generaciones posteriores, mantener el espíritu de una fiesta insigne donde la belleza se apura por crecer y es capaz de hacerle sombra a la misma delicadeza de las nubes. Estas pioneras nos han permitido disfrutar de la celebración tal y como la conocemos y su acto de creación debe quedar inscrito en la memoria de Villa de Mazo como una acción noble y generosa que nos dignifica como pueblo. Con el recuerdo de aquellos años y el reconocimiento hacia todas ellas, que tuvieron a bien enseñarnos a expresar la devoción de la forma más bella posible, quiero agradecerles la oportunidad que me han brindado al tiempo que aprovecho para ensalzar los valores de una celebración que viene vestida con su ropaje de herencia, pero que es capaz de proyectarse en el tiempo agarrada de la mano de la innovación, tal y como nos recuerda don Vicente Blanco, uno de los grandes en el cuidado de las tradiciones del municipio y al que tengo mucho que agradecer por su memoria y palabras.

Y concluyo dirigiéndome a ustedes, dignísimas autoridades, queridas vecinas y vecinos, señoras y señores, para decirles desde la emoción, pero con voz alta y clara: que empiecen las fiestas del Corpus Christi de Villa de Mazo de 2022.

Muchísimas gracias

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